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impusiá Azudooni

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Sé que no he escrito este año, pero es que no tenía ni idea de cómo escribir. En menos de una semana he vivido otra de las experiencias más intensas de mi vida. En todos los sentidos. ¿Quién enseña a describir esto? No sé si hablar más de la llegada o de la salida que tan rápido se acerca. Solo he estado una semana aquí y tengo la sensación de llevar toda una vida. Nunca antes en ninguno de mis viajes había estado tan poco tiempo,  pero, aunque no os lo creáis, se me hace dificilísimo decir adiós, o en este caso (con todos los dedos cruzados y el corazón en el puño), me aferro a mi filosofía favorita, esa que borra el "adiós", y prefiere siempre el "hasta luego". Ha ido todo tan rápido que creo que no he sido consciente de la situación. Es ahora cuando empiezo a mirar un poco para atrás. Cuando vuelvo a hace dos años, cuando la organización que me ha traído hasta aquí no existía; cuando vuelvo a hace 9 meses, cuando la organización que me ha traído h

Carmen: cooperazón.

Ya son unos cuantos años dedicándome a la cooperación, al voluntariado y, innegablemente, se aprende, se aprende mucho. Como de todo supongo, pero como de ninguna otra cosa. Porque este trabajo, guiado por el alma, no se cobra en dinero, se cobra en vida; pero, al mismo tiempo, tampoco es tan fácil como pagarlo con dinero… cuando se paga, se paga muchas veces en dolor, en quebraderos inmundos de cabeza y, en muchas ocasiones, también en lloros. Allá vamos. Eran como las 8 de la noche cuando el carro colectivo que nos traía de la escuela al barrio paró en un costado de la carretera. Pagamos y nos apeamos, emprendiendo la marcha calle abajo hacia nuestras casas. Pero cuando el carro para un poco más arriba y hay que bajar andando, ya asumo que puede que llegue en dos minutos, o en dos horas. Y es que caminar con Pablo por la calle es imprevisible. Tan imprevisible como sorprendente, como mágico, como especial….emocionante y sumamente adictivo. Y cómo no lo voy a encontr

Magia tras la esquina

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Como cualquier otro día, el despertador sonó a las 6:45. Ducha rápida, ponerse la ropa de batalla y a la calle en busca de Pablo para coger el taxi colectivo que por unos 50 céntimos nos lleva hasta la escuela. Pero, como cualquier otro día, Pablo no estaba. Estuve esperando y esperando y, como no aparecía, decidí ir yendo. Y, como suele pasar, fue subirse y verlo llegar mientras el coche ya emprendía su marcha. Nos juntamos más tarde en la escuela, donde, como cualquier otro día, nos pusimos a trabajar a destajo hasta la hora de comer. Y, como cualquier otro día, fuimos al comedor de la señora Tata, que ya era toda una amiga. De hecho, en cuanto me ve por el barrio el “¡Álvaro!, ¡Álvaro!” y la enorme sonrisa en su cara son instantáneos. Nos sentamos en la mesa (o, mejor dicho, mini-mesita) y, como cualquier otro día, nos puso nuestro plato de arroz blanco con tres daditos de carne. La comida no es nada del otro mundo y, si no fuera por las risas y las estupendas e in